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Paseo invernal

Paseo invernal

El cielo se derrite en plomo. Una suave llovizna empapa el suelo. Las hojas de las encinas, las agujas de los pinos y el tomillo tapizan el suelo. Agallones, piñas y pequeñas bellotas se mezclan con la arcilla y la caliza del suelo. La primavera está aún lejana, pero el verde ya despunta en algunos lugares. Ese verde grisáceo que brilla en la mortecina luz de la tarde, promesa de otros verdes esplendorosos y vitales atraen su mirada.

Unos caminos apenas dibujados se bifurcan aquí y allá, llevando los pies a su antojo. El bosque y las grandes tierras labradas se mecen en el silencio de la naturaleza. Los lugares son reconocidos por unos ojos tristes y oscuros, que miran hacia atrás, de vez en cuando, intentando atrapar un recuerdo. El lento vagar de los pasos apenas produce ruido.

 Un conejo salta de pronto, entre unas matas y corre, ofreciendo su pequeño y algodonoso rabo a la vista. Las puntas de sus orejas, blancas y negras, enhiestas, desaparecen entre un pino y una sabina rastrera. Esta vez nadie le persigue.  Solo la mirada va tras él, sin apenas darse cuenta.

El barro en los zapatos hace pesado el caminar. De vez en cuando debe limpiarlo restregándose contra un tocón, una piedra o algún matojo. La tarde cae lentamente, mientras los ojos absorben las siluetas, los verdes, el marrón y el gris.No sucede nada.

Apenas unos viejos recuerdos se van cayendo de su memoria. No quiere pensar, pero el paisaje, tan reconocible, le obliga a recordar otras luces. El verano, el cielo azul, las estrellas y la luna. Ha conocido ese paisaje en todas las estaciones del año, en todas las temperaturas, en todas las circunstancias. Y no puede o no quiere olvidar.  

Tiene que salir del ensueño, regresar. Abrirá una puerta, entrará en un espacio familiar y acariciará viejos libros. Pasará el tiempo y su corazón nunca dejará de sangrar recuerdos y sueños que se desharán como desaparece la niebla bajo los rayos del sol nuevo.

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